Sobre nuestra clase política y nosotros

8.13.2020
Opinión

El mundo de la política había sido algo que al menos en mi adolescencia y ya entrado en el ámbito universitario me había apasionado. Creo que, con sus bemoles, continua siendo uno de los puntos atractivos que le encuentro a esta vida.

¿Qué quiere México? ¿Qué pretende el ciudadano? No vengo a hablar con profundidad del buen o mal desempeño que esta teniendo la administración de López Obrador, o del exitoso o fracasado gobierno local, como quiera que se les desee ver. Tampoco. De hecho estas innecesarias reflexiones, título inicial del presente texto que posteriormente fue cambiado, pudieran parecer por momentos que no van a ningún lado, sin embargo tienen la romántica pretensión de exhortar al lector para poner en marcha un pensamiento más profundo sobre nuestra clase política y de nosotros mismos y nuestra responsabilidad. Desde luego una hoja o una cuartilla y media no darán para un tema tan sumamente extenso.

El día a día ha constituido en mí una impresión de la que no he logrado despojarme. Tengo la ligera sensación de que somos proclives -al menos en mi entorno- a divinizar a nuestros gobernantes, y con esto no me refiero a visualizarlos en lienzos estilo Leonardo Da Vinci, no. Intento estructurar la idea de que vemos en nuestra clase gobernante a hombres y mujeres con capacidades casi metafísicas para resolver, de tajo, las distintas manifestaciones de problemáticas sociales. Desde luego esta perspectiva tiene sus responsables (creo). Por una parte la constante demagogia con la que se nos bombardea desde cualquier lugar del espectro político y por otro lado esos oídos deseosos de, justamente, escuchar resoluciones mágicas a nuestros líos, a saber, se acepta sin llevar a cabo el proceso de cuestionamiento respecto de lo que se nos dice. Ciudadanos amantes del autoengaño. En realidad si abrimos la puerta del discurso que se nos llega a exponer, descubriremos en múltiples ocasiones que detrás de ella hay simplemente nada. No dejemos de lado que el discurso político tiene entre sus ingredientes el intento de acariciar las mejillas y seducir a quien lo escucha.

No debemos olvidar que esa «clase política» proviene de una sociedad que conformamos todos aquellos a quienes conocemos: padres, hermanos, vecinos, compañeros de trabajo, amigos, el médico de la familia, el locutor de las mañanas, el chico que lava los autos en el estacionamiento y, por supuesto, uno mismo. Esa sociedad que tiene principios y valores más o menos uniformes y que se adquirieron en un seno familiar. Ellos -los principios y valores- nos dan en alguna medida parte de nuestra identidad como mexicanos, es lo que nos puede distinguir de otros rincones del mundo. En consecuencia esa clase política de la que hablo es, en buena medida, el reflejo de nosotros. No debe, tristemente, sorprendernos demasiado cuando se nos decepciona. Y lo que le precede a esa decepción es -como medida liberadora de la responsabilidad-, el dar la oportunidad de representar a la soberanía a otros más. Esos más son parte -tal vez sin saberlo conscientemente- de los que se fueron. Viene así un círculo vicioso de confianza ciega en gobernantes divinos. ¿Así se nos ha educado? ¿Somos esclavos del sistema? Tal vez no seamos tan libres como creemos ¿o si?

¿Qué hacer entonces frente a nuestro alter ego político? La democracia -el menos peor de los regímenes de gobierno- viene acompañada de varias libertades que permiten tener alguna intervención en ese círculo de poder. Pero claro, esas libertades no se ejercen por sí mismas, sino que requieren de que una persona haga valer éstas para que sean visibles, para que cobren vida y se hagan sentir. Siempre he sostenido que el pilar de una democracia no son sus partidos políticos, su división de poderes, sus elecciones periódicas o su Estado de Derecho que, si bien son todos necesarios, no tendrían sentido sin la existencia del ciudadano. Pero ¿hay ciudadanía real en este país? Ya ha habido algunas muestras por parte de algunos sectores organizados, pero el poder sigue siendo demasiado poderoso. No en balde los pensadores liberales arropan la idea de limitarlo en extremo. Tampoco planteo la necesidad de una tiranía de la mayoría, sino de una especie de despertar -lo que sea que eso signifique- o de una toma de conciencia sobre la necesidad urgente de incidir en la vida pública. Ahí radica nuestra responsabilidad.

En la medida en que la sociedad, el ciudadano, el vecino, el padre, el hermano, el médico familiar, etc., tenga presente que ese anhelado «cambio» no se logrará hasta que los hijos del paternalismo crezcan y maduren (algo Kantiano), no observaremos nada más allá de lo que nos muestra la poca luz que hay. Imaginando, claro, que ese «cambio» será algo positivo en términos de bienestar social.

Estamos en un punto de quiebre: avanzamos o retrocedemos. No hay, desde mi óptica, espacio para el estancamiento. ¿A qué aspiramos? ¿A ser como los orientales más modernos, como los europeos occidentales o simplemente mexicanos orgullosos de su gobierno y de ellos como sociedad? No lo sé. Tal vez no tengamos remedio, tal vez seamos el absurdo camusiano de la política.

Redacción IMGDiego Parra

Politólogo egresado de la UAQ.

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