La peste negra y su cruel exterminación humana

12.5.2019
Historia

Hacia el año 1346, comenzaban a llegar noticias a Europa sobre una terrible y exterminante epidemia que había surgido en China y que se había extendido por la India, Mesopotamia, Siria, Persia, Egipto y Asia Menor. Las noticias que llegaban eran de devastación, pueblos enteros despoblados. En el siglo XIV, el Papa tenía su residencia en Avignon, de tal forma que cuando el Papa Clemente VI, recibió las noticias que venían de Oriente, mostró interés en el tema, llegando a reunir informes donde se calculaba un número de víctimas superior a los 24.000.000 de personas.

Hay que decir que a principios del siglo XIV, el concepto de contagio no se conocía, por lo que la noticia más o menos pasó desapercibida para una sociedad ensimismada con su vida cotidiana. No fue hasta que en 1347, la peste hace presencia en Italia. El motivo fueron los barcos venecianos y genoveses que procedían del Mar Negro, los que trasladaron la plaga de Oriente a Europa.


Poco tiempo después la peste negra se había expandido por Francia a través de Marsella e incluso hasta el Norte de África. Sin saber como se propagaba, las ratas negras seguían navegando en los barcos e infectando todo territorio donde desembarcaban. La peste negra llegó a España, Francia, Italia, Escocia, Irlanda Inglaterra, Suiza, Flandes, Países Bajos, extendiéndose hasta Hungría.

Los barcos van transportando la peste hasta Noruega, donde apareció un barco infectado con toda su tripulación muerta en el interior. De Noruega se extendió a Suecia, Dinamarca, Prusia, Rusia, Islandia y Groenlandia. Un caso curioso fue la Inmunidad en Bohemia.

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Desde entonces la peste negra se convirtió en una inseparable compañera de viaje de la población europea, hasta su último brote a principios del siglo XVIII. Sin embargo, el mal jamás se volvió a manifestar con la virulencia de 1346-1353, cuando impregnó la conciencia y la conducta de las gentes, lo que no es de extrañar. Por entonces había otras enfermedades endémicas que azotaban constantemente a la población, como la disentería, la gripe, el sarampión y la lepra, la más temida.

Sobre el origen de las enfermedades contagiosas circulaban en la Edad Media explicaciones muy diversas. Algunas, heredadas de la medicina clásica griega, atribuían el mal a los miasmas, es decir, a la corrupción del aire provocada por la emanación de materia orgánica en descomposición, la cual se transmitía al cuerpo humano a través de la respiración o por contacto con la piel. Hubo quienes imaginaron que la peste podía tener un origen astrológico –ya fuese la conjunción de determinados planetas, los eclipses o bien el paso de cometas– o bien geológico, como producto de erupciones volcánicas y movimientos sísmicos que liberaban gases y efluvios tóxicos.

Todos estos hechos se consideraban fenómenos sobrenaturales achacables a la cólera divina por los pecados de la humanidad.

Su origen

Únicamente en el siglo XIX se superó la idea de un origen sobrenatural de la peste. El temor a un posible contagio a escala planetaria de la epidemia, que entonces se había extendido por amplias regiones de Asia, dio un fuerte impulso a la investigación científica, y fue así como los bacteriólogos Kitasato y Yersin, de forma independiente pero casi al unísono, descubrieron que el origen de la peste era la bacteria yersinia pestis, que afectaba a las ratas negras y a otros roedores y se transmitía a través de los parásitos que vivían en esos animales, en especial las pulgas (chenopsylla cheopis), las cuales inoculaban el bacilo a los humanos con su picadura. La peste era, pues, una zoonosis, una enfermedad que pasa de los animales a los seres humanos. El contagio era fácil porque ratas y humanos estaban presentes en graneros, molinos y casas –lugares en donde se almacenaba o se transformaba el grano del que se alimentan estos roedores–, circulaban por los mismos caminos y se trasladaban con los mismos medios, como los barcos.

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La bacteria rondaba los hogares durante un período de entre 16 y 23 días antes de que se manifestaran los primeros síntomas de la enfermedad. Transcurrían entre tres y cinco días más hasta que se produjeran las primeras muertes, y tal vez una semana más hasta que la población no adquiría conciencia plena del problema en toda su dimensión. La enfermedad se manifestaba en las ingles, axilas o cuello, con la inflamación de alguno de los nódulos del sistema linfático acompañada de supuraciones y fiebres altas que provocaban en los enfermos escalofríos, rampas y delirio; el ganglio linfático inflamado recibía el nombre de bubón o carbunco, de donde proviene el término «peste bubónica».

La forma de la enfermedad más corriente era la peste bubónica primaria, pero había otras variantes: la peste septicémica, en la cual el contagio pasaba a la sangre, lo que se manifestaba en forma de visibles manchas oscuras en la piel –de ahí el nombre de «muerte negra» que recibió la epidemia–, y la peste neumónica, que afectaba el aparato respiratorio y provocaba una tos expectorante que podía dar lugar al contagio a través del aire. La peste septicémica y la neumónica no dejaban supervivientes.

La cura

Con el desarrollo de los antibióticos en el siglo XX, la tasa de mortalidad de la peste, que era de 60 a 90 por ciento, ha descendido a solamente un 10% a 20%, que  rompió el ciclo de transmisión de la bacteria y hizo de la enfermedad un problema de salud pública de poca importancia en todo el mundo.

Según la Organización Mundial de Salud (OMS), entre 2010 y 2015 existieron solamente 3248 casos de peste en todo el mundo, con 584 muertes. Desde el año 2000, el 95% de los casos de peste se centran en el continente africano. Actualmente, los tres países con más casos son Madagascar, Congo y Perú.

El tratamiento de la peste, en todas sus formas, debe ser hecho con antibióticos. La estreptomicina o la gentamicina son las opciones más utilizadas. La tetraciclina o doxiciclina son opciones alternativas si no dispone de estreptomicina y gentamicina. Se debe mantener el tratamiento durante 10 días y la tasa de éxito, cuando iniciado tempranamente, es más del 90%.

Los pacientes infectados deben estar en aislamiento respiratorio durante las primeras 48 horas de tratamiento antibiótico a fin de prevenir la contaminación de otras personas.


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